Este blog rinde honor y alabanza al Dios de nuestra salvación a Jesucristo el Señor.

viernes, 15 de abril de 2022

La Crucifixión de Jesús

Método al que Cicerón describe como el más cruel y terrible de todos

Y las escrituras se cumplieron.

Jesús fue condenado a muerte y ejecutado en la Cruz. Así se cumplió lo dispuesto por el Señor para que el hombre quedara limpio de pecado.

La crucifixión ha sido una de las maneras más terribles en las que los hombres han sido asesinados por sus semejantes. La crucifixión no es sólo muerte, sino también tortura prolongada, dolor, agonía... La crucifixión, tan utilizada por los romanos, era el método de asesinato legal más terrorífico, y de esta forma actuaba no sólo como método de ejecución, sino como advertencia a todo el que pensara vulnerar las leyes. Por eso la crucifixión era pública y en lugares abiertos, para que los cuerpos quedaran expuestos y todos pudieran ver el castigo.

Gracias al descubrimiento de los huesos de Giv´at ha-Mitvar, desenterrados en 1968 al norte de Jerusalén y que pertenecen a un hombre crucificado de unos 26 años de edad y 1,67 metros de altura, podemos tener una idea muy completa de cómo era este inhumano y despreciable castigo.

En esta ilustración de Peter Connolly se representa exactamente cómo era la crucifixión.

En primer lugar, tal y como describen los Evangelios, los reos de muerte eran flagelados. Los romanos utilizaban tres grados de dureza en la flagelación con látigo, así, la más dura era para los reos de muerte. Luego le cargaban el travesaño a la espalda y le hacían llevarlo hasta el lugar de la ejecución, donde el madero vertical estaba clavado de manera fija, esperando a su víctima. El hombre era tendido en el suelo boca arriba y sus brazos clavados al travesaño (no podían clavarles las palmas de las manos porque el peso desgarraría la carne fácilmente, por eso se clavaban los brazos del reo por debajo de las muñecas, entre los dos huesos del antebrazo: el cúbito y el radio). Entonces se subía el travesaño y se fijaba al madero vertical. El reo estaba de pie y podía apoyarse en un listón de madera que servía de asiento. Le subían las piernas y le clavaban los talones al madero. El examen de los clavos ha demostrado que el clavo atravesaba antes un trozo de madera de acacia o almendro para fijarse mejor. En este caso concreto, el clavo se había fijado a los huesos de los talones de tal modo que para descolgar al reo tuvieron que cortarle uno de los pies. Todo el peso del cuerpo quedaba colgado de los brazos, por lo que el cuerpo tiraba hacia abajo y los clavos iban desgarrando la carne de los antebrazos hasta que los huesos de las muñecas frenaban el descenso y el hombre comenzaba una agonía que podía durar horas y horas hasta que fallecía por asfixia entre horribles sufrimientos. Por encima de su cabeza se clavaba un cartel donde se daba cuenta de los crímenes cometidos por el reo. En el caso de Jesús el cartel decía en latín: Jesús de Nazaret Rey de los Judíos, cuya conocida abreviatura es INRI.

Como medida de gracia, los soldados que llevaban a cabo esta espantosa ceremonia, podían partirle las piernas a golpes para acelerar su muerte, tal y como demuestra el examen médico de estos huesos donde el ángulo de la fractura es clave para determinar la postura exacta del reo en la cruz. Los huesos de Giv´at ha-Mitvar, que probablemente pertenezcan a un zelote que combatió a los romanos nos muestran heridas atroces que testimonian el completo desprecio por la vida que reinaba entonces y aún ahora en muchas naciones.

El relato de los Evangelios nos hace pensar que Jesús llegó en muy mal estado a la Cruz debido a los sufrimientos y torturas padecidos a manos de los auxiliares romanos y guardias judíos y, sobre todo, de la flagelación a que fue sometido. Puesto que Poncio Pilato no creía que fuera culpable de muerte lo más posible es que ordenara que le azotaran muy violentamente para evitarle el mayor sufrimiento posible en la Cruz. El evangelista Juan fue testigo de la crucifixión de Cristo y su relato es el que más pormenores señala sobre este episodio. Junto a Jesús fueron asesinados legalmente dos ladrones, uno de los cuales se burló de Cristo, pero el otro se apiadó de él y Jesús le prometió la salvación. Es la famosa historia de "el ladrón bueno". Recordemos que todo, absolutamente todo lo que nos presenta el Evangelio tiene un mensaje de Amor y de Esperanza y que la muerte de Jesús no fue más que el trámite físico, terrible y necesario, para su posterior Resurrección.

En HUMANITAS Nro.18

Estamos de tal manera habituados a ver la cruz y a Cristo crucificado en ella que nos resulta difícil percatarnos de la trágica realidad oculta tras la imagen del crucifijo. La usamos incluso como un adorno de oro o plata para lucir en el cuello. La hemos convertido con justa razón en símbolo del cristianismo y queremos ver al Crucificado en los tribunales, en las aulas escolásticas, en las tumbas de los difuntos y hasta en las cimas de los montes, como símbolo de la fe cristiana y del triunfo en la lucha contra la muerte y las potencias del mal. ¿Pero qué hay detrás de ese símbolo? Queremos pues preguntarnos qué era la cruz en el mundo antiguo y qué representó para Jesús la crucifixión y la muerte en la cruz. También deseamos ver de qué manera este símbolo de la mayor infamia pasó a representar la victoria y cuál fue el precio de la superación del "escándalo", de la "locura" de la cruz.

En realidad, sin examinar a fondo el significado que tenía en el mundo antiguo la condena a morir crucificado, hoy en día no lograríamos comprender el carácter del "escándalo" de los hebreos cuando escuchaban hablar del "mesías crucificado" ni el "rechazo" de los paganos al oír a San Pablo anunciar que Jesús, el Hijo de Dios, había sido condenado para la salvación de todos los hombres "a morir en la forma más infamante: en la cruz" .

Flavio Josefo nos entrega un testimonio ocular de la crucifixión colectiva de un grupo de individuos que procuraban salir de Jerusalén, sitiada por las tropas romanas bajo el mando de Tito. "En el momento de la captura eran flagelados, sometidos a toda clase de suplicios antes de morir crucificados delante de los muros. Tito se compadecía del sufrimiento de las víctimas, pero por ser demasiado numerosas -alrededor de 500 diarias- no era posible correr el riesgo de liberarlas o someterlas a vigilancia, de manera que autorizó a sus soldados para proceder de acuerdo a su propio criterio, tanto más por cuanto esperaba que el horrible espectáculo de las innumerables cruces indujera a los sitiados a rendirse. Así, los soldados, bajo el impulso del odio y el furor, ridiculizaban a los prisioneros, crucificando a cada uno de ellos en una posición diferente, y dado el número de los mismos, tanto el espacio como las cruces para los cuerpos eran insuficiente. En realidad, en Judea eran frecuentes las crucifixiones masivas de parte de los ocupantes romanos: en el año 4 A.C., Varo ordenó crucificar a todos los prisioneros capturados; Félix hizo otro tanto con una gran cantidad de "bandidos" (se trataba de rebeldes ante la autoridad romana); Floro llevó a cabo lo mismo en Jerusalén.

Nerón aplicaba simultáneamente los tres peores suplicios conocidos en la antigüedad: la crucifixión, el ser quemado vivo y el ser devorado por las bestias. En efecto, en la tradición jurídica romana eran tres los suplicios más terribles, como se desprende de lo señalado por el jurista Julio Pablo: "Summa supplicia sunt crux, crematio, decollatio. La crucifixión aparece en el primer lugar, la hoguera (crematio) en el segundo y la decapitación  en el tercero. En algunas fuentes, la decapitación es sustituida por la condena a las bestias. Los delitos castigados con la crucifixión eran la deserción ante el enemigo, la violación de un secreto de Estado, la incitación a la revuelta, el asesinato, las predicciones sobre la prosperidad de los gobernantes

la impiedad nocturna, la magia y la falsificación grave de un testamento.

A causa de su crueldad, la pena de la crucifixión no era una amenaza para los miembros de las clases altas de la sociedad, sino casi exclusivamente para los integrantes de las clases bajas. Por lo tanto, los ciudadanos romanos no podían ser condenados a la crucifixión. Cicerón reprochó a Verre este delito, acusándolo de haber hecho crucificar al ciudadano romano P. Gavio en Mesina. Al mismo tiempo lo acusó de salvar de la muerte en la cruz a algunos esclavos condenados a ese suplicio "de acuerdo con el uso de los antepasados". Así, era un delito crucificar a un ciudadano romano; pero era obligación crucificar a los esclavos sospechosos de rebelión. En todo caso, no siempre ocurrían las cosas de ese modo. Aun cuando los desertores fueran ciudadanos romanos, al cometer el delito de alta traición, por el hecho de pasar al enemigo, perdían los derechos civiles y podían ser castigados con la crucifixión. Con todo, esta pena era "indigna de un ciudadano romano y de un hombre libre". Por el contrario, "el nombre mismo de la cruz debe estar alejado no sólo de la persona de los ciudadanos romanos, sino también de sus pensamientos, sus ojos y sus oídos".

El horror y la infamia de la crucifixión explican el hecho bastante curioso de que la mayor parte de los escritores latinos rara vez se refieren a la cruz y a la crucifixión o ni siquiera mencionan el tema, considerado desagradable y poco "elegante". "La crucifixión -señala M. Hengel- se conocía de alguna manera en todas partes y era frecuente, sobre todo en la época romana; pero en los ambientes cultos las personas preferían tomar distancia frente a esa práctica y en general guardaban silencio al respecto.

Al parecer, los iniciadores de la práctica de la crucifixión fueron los persas. Esta forma de dar muerte probablemente tenía un sentido religioso, ya que de este modo la tierra, dedicada a Ormuzd, no se contaminaba por no estar el cuerpo del ajusticiado en contacto con ella. La práctica pasó de los persas a los griegos, a los cartagineses y a los romanos. Los cartagineses castigaban con la crucifixión a sus generales y almirantes cuando eran derrotados en la guerra o daban muestras de excesiva independencia; pero esta pena se aplicaba con más frecuencia para someter a las ciudades rebeldes u obligar a rendirse a las ciudades sitiadas y para aplacar a las tropas amotinadas o provincias rebeldes. Así ocurrió en Tiro, sitiada por Alejandro, donde hizo crucificar a 2.000 habitantes; en Jerusalén, sitiada por Tito, y en Cantabria (provincia del norte de España), que se había rebelado contra Roma

Ahora bien, los rebeldes, ladrones y bandidos no sólo recibían un castigo físico, sino también espiritual, por cuanto se pensaba que las almas de los individuos muertos en forma violenta -ahorcados, decapitados o crucificados, generalmente desprovistos de sepultura- eran excluidas de los infiernos, es decir, del reino de los muertos, y permanecían errantes, sin encontrar reposo, en forma de espectros y fantasmas nefastos.

En el mundo grecorromano, la crucifixión era la pena impuesta a los rebeldes y los bandidos, pero al mismo tiempo típica de los esclavos. En efecto, se llamaba precisamente (el "suplicio de los esclavos"). Ciertamente, dada su crueldad, Cicerón la definió como el "suplicio más cruel y horrible que existe", y con anterioridad a él Plauto la calificó (la "espantosa cruz"); pero la principal característica de la crucifixión era su vínculo con la esclavitud, por lo cual Cicerón agrupó los dos aspectos -máxima crueldad y pena propia de esclavos- al definirla como "el suplicio más cruel aplicado a los esclavos

En el mundo judaico, la crucifixión se practicó durante el período asmoneo, que se extiende desde la rebelión de los Macabeos (siglo II A.C.) hasta el año 63 A.C., cuando Pompeyo conquistó Palestina. Así, Alejandro Janeo ordenó crucificar a 800 hebreos, probablemente fariseos. Herodes suprimió esta pena, ciertamente para tomar distancia con los asmoneos y no movido por un espíritu humanitario. Después de haber recurrido excesivamente los romanos a la crucifixión con el fin de controlar la rebelión judaica, la pena dejó de imponerse en Palestina, tanto más por cuanto en la crucifixión estaba implícita la condena de Dios. De hecho, dice el Deuteronomio: "Cuando uno que cometió un crimen digno de muerte sea muerto colgado de un madero, su cadáver no quedará en el madero durante la noche, no dejarás de enterrarle el día mismo, porque el ahorcado es maldición de Dios, y no has de manchar la tierra que Yavé, tu Dios, te da en heredad" (21, 22-23). De acuerdo con la ley judaica, la maldición de Dios recaía sobre el hombre crucificado. Esto explica por qué la prédica cristiana sobre el Mesías "crucificado" de los primeros tiempos provocó "escándalo" entre los hebreos: ¿cómo podía el Mesías ser un hombre "crucificado" y por lo tanto "maldecido" por Dios?

En todo caso, es importante observar que la ley judaica no enfocaba el hecho de ser colgado en un madero como una pena de muerte, sino como un castigo adicional. Efectivamente, este castigo se aplicaba a los idólatras y blasfemos apedreados y por consiguiente después de muertos. El carácter penal consistía en el hecho de que el hombre apedreado, al ser colgado en un palo, era señalado como un ser "maldecido por Dios".

¿Cómo tenía lugar la crucifixión? En general, era precedida por la flagelación, suplicio que Horacio llama horribile, agregando que sus víctimas morían . El condenado era golpeado con el flagellum, un látigo con varias correas, cuerdas con nudos o cadenillas, en cuyos extremos había huesecillos y pequeñas bolas de plomo. La ley romana no fijaba un límite para el número de golpes, de manera que a menudo la persona flagelada moría con ellos. La ley judaica, en cambio, no permitía más de 40, que los fariseos reducían a 39 para evitar sobrepasarlos por error. La intensidad de la flagelación dependía de la crueldad de los fustigadores, pero el suplicio era aún mayor por la vergüenza de ser sometido a una pena tan denigrante y ser despojado de las vestiduras y amarrado a un poste o una columna.

Después de la flagelación, el condenado a la crucifixión era conducido al lugar del suplicio. Debía llevar sobre la espalda el patibulum o supplicium y le ponían en el cuello una tablilla donde se escribía su nombre y el motivo de la condena. Lo hacían recorrer las calles más transitadas para provocar temor en los observadores y humillarlo aún más. El lugar del suplicio era alto y concurrido. Al llegar al mismo, el condenado era amarrado o clavado en el patibulum; enseguida lo levantaban en el madero vertical , hundido firmemente en la tierra mediante cuerdas, con escalas o con las manos si la cruz era baja, y quedaba fijo en el mismo. Sus pies se unían al madero vertical con dos clavos o a veces sobrepuestos con uno solo. 

En general, la cruz era más bien baja, de la altura de un hombre, para comodidad de los soldados o para que los animales pudieran despedazar más fácilmente a las víctimas cuando además de la crucifixión eran "condenadas a ser devoradas por las bestias". En cambio, era más alta cuando se deseaba humillar en mayor grado al condenado haciéndolo más visible y exponiéndolo de ese modo aún más a las injurias y muecas de la gente.

Antes de colgarlo en el patíbulo, se desvestía al condenado para exponerlo desnudo ante las miradas de la gente. Luego le quitaban del cuello la tablilla con el motivo de la condena, que se colocaba en el madero vertical sobre su cabeza para que todos pudieran leerla. De ese modo era supuestamente despojado de toda apariencia de personalidad jurídica y del carácter de "hombre", herido tanto en su cuerpo horriblemente desfigurado como en su honor, puesto que la crucifixión era una pena impuesta a los esclavos, desertores y ladrones, como en su dignidad humana, cuya pérdida mostraba el hecho de encontrarse expuesto desnudo a las miradas e insultos vulgares de la gente.

La muerte de los crucificados era sumamente dolorosa y muy lenta, de manera que a veces podían permanecer varios días en la cruz. Aparte de los clavos, los sufrimientos mayores eran la dificultad respiratoria, la sed provocada por la pérdida de sangre, la deshidratación y el sudor, las picaduras de insectos y por último las mordeduras de las fieras y las aves de rapiña. Después de morir, se dejaba al crucificado podrirse en la cruz en calidad de alimento para las bestias. No tenía derecho a sepultura a menos que sus parientes hubieran conseguido que les entregaran el cadáver con el fin de enterrarlo. La privación de sepultura era una pena adicional.

La crucifixión de Jesús no fue diferente a la forma acostumbrada de imponer este tipo de suplicio. Una vez condenado por Pilato, fue flagelado de acuerdo a la costumbre romana, es decir, con un número no establecido de golpes; fue escarnecido por los soldados romanos como rey objeto de burlas; se le hizo cargar el patibulum, que en su estado de agotamiento no lograba llevar, de tal manera que obligaron a un tal Simón de Cirene, que venía del campo, a cargarlo detrás de él. Al llegar a un lugar elevado llamado Gólgota, le quitaron del cuello la tablilla donde estaba escrito su nombre (Jesús el Nazareno) y el motivo de la condena (Rey de los Judíos); le hicieron ingerir un brebaje narcótico, compuesto de vino y mirra, que las mujeres de alto rango de Jerusalén solían ofrecer a los condenados para reducir su sensibilidad al dolor; luego lo desnudaron, lo clavaron en el patibulum y lo levantaron sobre el stipes hundido en la tierra; por último fijaron sus pies en el stipes, probablemente con un solo clavo, y pusieron la tablilla de la condena sobre su cabeza. Junto con Jesús fueron crucificados dos ladrones, cuyas cruces se encontraban una a su derecha y la otra a su izquierda. Tal vez la cruz de Jesús era más alta que de costumbre porque el soldado puso en una caña la esponja en vinagre para calmar su sed (Mc 15, 36).

La agonía de Jesús en la cruz fue más bien breve, puesto que sólo duró tres horas. En realidad, de acuerdo al precepto del Deuteronomio -"Maldito el hombre colgado del madero"- la presencia de los crucificados habría profanado la fiesta de Pascua, por lo cual se apresuró su muerte despedazándoles las piernas; pero a Jesús, que ante la sorpresa de Pilato ya había muerto, solamente le atravesaron el pecho con una lanza. Luego, en vez de ir a la fosa común, su cadáver fue entregado a José de Arimatea, que lo había solicitado explícitamente a Pilato para sepultarlo.

Estos datos históricos sobre la crucifixión nos ayudan a comprender las grandes dificultades de las primeras prédicas cristianas de los discípulos de Jesús y de la acogida de parte de los judíos y los paganos. Tanto así que el historiador se pregunta justamente cómo fue posible el éxito del cristianismo primitivo y si debiera reconocer o al menos sospechar que realmente se produjo esa intervención sobrenatural llamada por la fe cristiana el "poder del Espíritu Santo".

Refiriéndose a su predicación, San Pablo escribe a los cristianos de Corinto: "Porque los judíos piden señales, los griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles, mas poder y sabiduría de Dios para los llamados, ya judíos, ya griegos" (1 Cor 1, 22-24).

¿Por qué "necedad"? Porque Pablo anuncia a los paganos que Jesús es el Hijo de Dios y el Salvador de los hombres del pecado y la muerte. En esto reside la "necedad" de su predicación: ¿cómo puede ser el Hijo de Dios un judío "crucificado", es decir, condenado por la autoridad romana a morir en la cruz, forma de muerte reservada a los esclavos sediciosos, a los criminales endurecidos y a los súbditos rebeldes, y por lo tanto no sólo tremendamente cruel, sino también sumamente infamante? ¿Cómo puede ser el Salvador de los hombres un individuo que ni siquiera ha sido capaz de salvarse a sí mismo del suplicio de la cruz y por consiguiente no ha muerto como héroe, sino como un despreciable y miserable delincuente?

En realidad, aparentemente nada es admirable ni heroico en la muerte de Jesús. También Sócrates es condenado a muerte, pero asume con gran nobleza y serena firmeza la cicuta y la espera de la muerte, conversando con sus discípulos y recomendando a Fedón ofrecer un gallo en sacrificio a Esculapio por haberlo liberado del mal de la vida. Jesús, en cambio, muere solo, abandonado por sus discípulos y traicionado por uno de ellos; muere espantosamente flagelado, escarnecido como rey objeto de burla por los soldados romanos y como falso mesías por las autoridades judaicas ("¡El Mesías, el rey de Israel! Baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos", Mc 15, 32); muere expuesto desnudo ante las muecas de los transeúntes; muere gritando "con voz fuerte: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15, 34). Esta muerte nada tiene en común con la del sabio, que de acuerdo con la moral predicada por el estoicismo, debe enfrentarla con "indiferencia" (apatheia) y "virtud" (arête), es decir, con serena firmeza.

Mientras "la palabra de la cruz" es "necedad" y "locura" para el mundo grecorromano al cual se dirige Pablo, es "escándalo" para los judíos, en cuyas comunidades dispersas en el mundo helenístico anuncia el Evangelio de Jesús antes de comunicarlo a los paganos. ¿Por qué "escándalo", es decir, literalmente "piedra de obstáculo" que les impide creer en Jesucristo? ¿Dónde reside el "escándalo"? En el hecho de anunciar Pablo al "Mesías crucificado": "Nosotros predicamos a Cristo crucificado  (1 Cor 1, 23). Efectivamente, para los judíos era inconcebible que el Mesías, elegido y predestinado por Dios para liberar a su pueblo de los enemigos, muriese como esclavo y despreciable malhechor, en la forma más cruel e infamante imaginable. Se agregaba a lo anterior el hecho de que sobre un individuo colgado en el "madero infame de la cruz" recaía la maldición de Dios, de acuerdo con la afirmación del Dt 21, 22-23, como indicábamos anteriormente. En el mundo hebreo, los hombres más ilustres y cercanos a Dios morían cubiertos de honores y al final de una larga vida. Eran poco comunes e incomprensibles los casos de hombres amados por Dios y fieles a la Torâ muertos en forma prematura en una batalla, como el piadoso rey Josías, herido mortalmente en la batalla de Meguido contra el faraón Necao en el año 609 A.C., porque Dios "otorga la victoria a su Mesías". ¿Cómo podía entonces ser el Mesías de Dios un "crucificado", muerto en forma tan ignominiosa y condenado a perecer en forma tan infame, acusado de violar la Torâ y hablar en contra del Templo, la institución más sagrada del hebraísmo, o de rebelarse contra el poder romano?

La "locura" y el "escándalo" de la muerte de Jesús en la cruz eran aún mayores por el hecho de anunciar Pablo que la muerte de Jesús tenía un carácter "redentor" a pesar de haber sido tan espantosa.

Así, Pablo afirmaba que Jesús, el Mesías, murió para expiar los pecados de todos los hombres: "Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; fue sepultado y resucitó al tercer día, según las Escrituras" (1 Cor 15, 3-4). Jesús había muerto por los demás hombres pecadores. Por consiguiente, era una muerte "vicaria", "en lugar" y "a favor" de los hombres, todos pecadores y por tanto alejados de Dios e incapaces de tener acceso a Él. Con su muerte, causada injustamente por los hombres, pero dispuesta por Dios y por Él deseada en su inescrutable designio de redimir a los hombres del pecado y la muerte, tuvo lugar la reconciliación de los hombres con Dios y se otorgó a éstos gratuitamente la salvación. Dios mismo había "entregado" a Jesús en manos de los pecadores, para que le dieran muerte en forma libre y voluntaria; pero tres días después lo hizo resucitar a una nueva vida, dándole el nombre "Señor"  y haciéndolo sentarse a su diestra, en calidad de rey del universo y juez de los vivos y los muertos.

Estas afirmaciones, tomadas por Pablo de la primera comunidad cristiana de Jerusalén, eran escandalosas e insensatas tanto para los paganos helenísticos como para los judíos. Al auditor culto del mundo pagano, "la predicación cristiana sobre el mesías crucificado debía parecerle repulsiva desde el punto de vista estético y moral y en conflicto con el concepto afinado por la filosofía de la naturaleza de la divinidad. La nueva doctrina de la salvación tenía rasgos no sólo bárbaros, sino también irracionales y excesivos. Para los contemporáneos era una superstición oscura e insensata. No se trataba de la muerte de un héroe de los tiempos antiguos, transfigurada a la luz de la religión, sino de un artesano judío del pasado reciente, ajusticiado como un criminal, con lo cual se había asociado la salvación del pasado y el presente de todos los hombres ".

Así, la predicación sobre la muerte "redentora" de Jesús, el mesías, era escandalosa para los judíos. Por una parte, de acuerdo con la visión mesiánica del judaísmo, era inaceptable la forma ignominiosa en que había muerto Jesús, porque habría sido un Mesías "maldecido por Dios", idea inconcebible y absurda. Por otra parte, la Torâ no apoyaba el hecho de "morir por los demás": "No morirán los padres por la culpa de los hijos, ni los hijos por la culpa de los padres; cada uno será condenado a muerte por pecado suyo" (Dt 24, 16). Para el judaísmo, la responsabilidad era personal: "Cada uno morirá por su propia iniquidad", se dice en Jeremías (31, 30), y lo repite Ezequiel: "El alma que pecare, ésa morirá; el hijo no llevará sobre sí la iniquidad del padre, ni el padre la del hijo; la justicia del justo será sobre él, y sobre él será la iniquidad del malvado" (18, 20). Es significativo el hecho de que ni siquiera Moisés, con su intercesión, consigue evitar que el Señor castigue al pueblo por hacer el becerro de oro. "Pero perdónales su pecado, o bórrame de tu libro, del que tú tienes escrito", implora Moisés. El Señor le responde: "Al que ha pecado contra mí es al que borraré de mi libro. Ve ahora y conduce al pueblo a donde yo te he dicho. Mi ángel marchará delante de ti, pero cuando llegue el día de mi visitación, yo los castigaré por su pecado". "Y castigó Yavé al pueblo por el becerro de oro que les había hecho Arón" (Ex 32, 31-35).

Se comprende así de qué magnitud pudieron ser esos obstáculos, sumamente difíciles de superar humanamente, enfrentados por la predicación cristiana primitiva sobre el "mesías crucificado, muerto para la salvación de todos los hombres". Unicamente el anuncio de la resurrección por obra de Dios del mesías crucificado, al cual había elevado junto a Él en la gloria con el nuevo nombre de "Señor", contribuyó a la superación de todo obstáculo. Ciertamente, sólo la resurrección y glorificación del mesías crucificado por parte de Dios justificaban el escándalo y la locura de la cruz, otorgándoles un sentido "redentor". En efecto, en su misterioso designio de salvación de los hombres, Dios había "entregado" a su Hijo Jesús, el mesías, a la muerte en la cruz, para hacerlo expiar de una vez y para siempre los pecados de la humanidad con su obediencia al designio del Padre y con su amor al Padre y a los hombres y para que reconciliara con su sangre inocente a los hombres con Dios. De acuerdo al designio inescrutable de Dios, era necesario que el mesías salvara a los hombres haciéndose cargo de sus pecados y sometiéndose por tanto a la muerte, castigo del pecado. Debía descender al abismo del mal a través de la espantosa e infamante muerte en la cruz; pero precisamente este descenso "a los infiernos" le permitiría derrotar a la muerte para sí mismo y todos los hombres, resucitando desde el reino de la muerte y el pecado y recibiendo "un nombre sobre todo nombre" (Fil 2, 9), es decir, el nombre divino "Señor".

Así, el "mesías crucificado" es el "Señor resucitado y glorificado", y si con esto la infamia y el escándalo de la crucifixión no desaparecen, ciertamente se atenúan; pero aquí reside el núcleo esencial -y más difícil- del acto de fe al cual es llamado el cristiano: la fe cristiana está esencialmente marcada por la cruz y la resurrección.

En todo caso, la respuesta más eficaz al "escándalo" de la cruz es que todo el drama de la pasión y muerte de Jesús tuvo lugar "por amor". De tal manera ha amado Dios a los hombres que para salvarlos no evitó el dolor de aquello que para Él era más amado -su Hijo Jesús- entregándolo en cambio en "rescate" a la muerte temporal con el fin de liberarlos de la muerte eterna. De tal manera ha amado Jesús al Padre que "obedeció hasta el punto de morir en la cruz" ante su designio de salvación; y de tal manera ha amado a los hombres que descendió al abismo de la muerte -¡y qué muerte!- para asumir la condena por ellos merecida por sus pecados (Él, el Inocente) y así poder salvarlos. De este modo, y a la luz del amor del Padre por los hombres y de Jesús por el Padre y los hombres, es posible dar una respuesta total al drama escandaloso de la muerte de Jesús en la cruz. Sin embargo, en esto reside precisamente la dificultad para los hombres: creer en el amor, cuya demostración suprema está en la locura de la cruz. 

Fuente: https://www.mercaba.org/