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domingo, 2 de diciembre de 2012

Testimonio de Ayaan Hirsi Ali mujer musulmana

El sufrir perpetuo de las mujeres islámicas

Ayaan Hirsi Ali,  defensora de los derechos de las mujeres en las sociedades islámicas.


 Nació en Mogadiscio, Somalia. Se escapó de un matrimonio arreglado por emigrar a los Países Bajos en 1992 y se desempeñó como miembro del Parlamento holandés desde 2003 hasta 2006. En el parlamento, trabajó en la promoción de la integración de los inmigrantes no occidentales en la sociedad holandesa y la defensa de los derechos de la mujer en la sociedad musulmana holandesa. En 2004, junto con el director Theo van Gogh, hizo presentación, una película sobre la opresión de las mujeres en las culturas islámicas conservadoras. La difusión de la película en la televisión holandesa resultó en el asesinato del Sr. van Gogh por un extremista islámico. En AEI, Hirsi Ali investiga la relación entre Occidente y el Islam, los derechos de la mujer en el Islam, la violencia contra las mujeres propagada por argumentos religiosos y culturales, y el Islam en Europa.


 "Eres una Magan. Recuérdalo siempre", le advertía su abuela, agitando una vara delante de ella mientras la obligaba a memorizar a sus descendientes. "Los apellidos te harán fuerte. Son tu linaje. Si los honras, te mantendrán viva. Si los deshonras, te abandonarán. No serás nada. Llevarás una vida miserable y morirás sola".
Al nacer, hace 37 años, Ayaan Hirsi Alí pesó poco más de un kilo y medio. A su madre le pronosticaron: "Este bebé no va a vivir". Su madre se decía a sí misma: "Este bebé no va a vivir". Ayaan no iba a vivir cuando enfermó de malaria y neumonía. Ni cuando le extirparon los genitales y creyó morir del dolor, y después de una herida que no cicatrizaba. Iba a morir cuando un delincuente le colocó un cuchillo en el cuello en Nairobi y decidió no degollarla al escuchar su acento, que le identificaba con su misma tribu. Estuvo a las puertas de la muerte cuando el maestro que le enseñaba el Corán le fracturó el cráneo. Pero vivió. Supo encontrar "salidas de emergencia", como ella misma dice. "Sigo viva, y eso es mucho más de lo que pueden decir los millones y millones de mujeres musulmanas que han tenido que rendirse, que viven encerradas en una jaula llamada islam". Anatema. Blasfemia. Impura. Sus palabras le han supuesto una sentencia de muerte. El guión que escribió para la película Submission: Part I le costó la vida al director de cine Theo van Gogh, acribillado a balazos, degollado y su pecho utilizado como tablón de anuncios.

Hirsi Alí estaba condenada a una vida de sometimiento. A Alá. Al clan. A su padre. A los varones de la familia. Su abuela -"una mujer iletrada que vivía en la edad de hierro y que consideraba los sentimientos una necedad autoindulgente" aterrorizó su infancia le dijeron que, al igual que las cabras, una chica joven era una presa fácil para un predador. También le dijeron que una violación era mucho peor que la muerte, pues manchaba el honor de todos y cada uno de los miembros de la familia. Hirsi Alí creció entre palizas de una madre amargada, sometida, sin respeto por ella misma, estricta observante de la religión musulmana. Se crió en Somalia, de donde huyó con su familia para refugiarse en Arabia Saudí, Etiopía y Kenia.

 Tuve una infancia normal, normal para los que eran como yo, claro. Por eso, cuando llegué a Holanda y vi que los pequeños tenían derechos, que los padres leían libros sobre cómo educar y sobre cómo jugar con sus hijos, pues... mi mundo empezó a ser otro, el de una persona libre que no vive atemorizada por la religión ni por la casta ni por su sexo. La razón no existía. Se obedecía y punto. Cuando a los 14 años tuve mi primera menstruación creí que tenía un corte en el vientre y que iba a morir, pero no dije nada. Imaginaba que aquello era algo vergonzoso, no sabía por qué. El día en que mi hermana enseñó a mi madre mi ropa interior manchada de sangre, mi madre lo primero que me gritó fue "sucia prostituta" y empezó a golpearme con el puño cerrado. Mi hermano mayor me tuvo que rescatar y explicar que lo que me estaba sucediendo era algo normal. "Ya eres mujer y ahora puedes quedarte embarazada", me dijo. Nunca se hablaba de esos temas, eran tabú.

"Yo era una mujer somalí y, como tal, mi sexualidad pertenecía al amo de mi familia, mi padre o mis tíos", 
 se encargaron de coserme para garantizar que llegara virgen al matrimonio, entre otras cosas. Esa barrera sólo la podría romper mi marido.
A los cinco años fue cuando mi abuela decidió que me sometiera al rito de la purificación, en contra del deseo de mi padre que no apoyaba esas ideas por considerarlas antiguas y aberrantes. Pero mi padre no estaba. Y en Somalia, al igual que en muchos países de África y Oriente Próximo, se purifica a las niñas mutilándoles los genitales. Con lo que un buen día, mi severa abuela decidió que nuestros kintir, nuestros clítoris, eran muy largos. "Tu clítoris llegará a ser tan largo que se balanceará de un lado para otro", nos decía a mi hermana y a mí. Nosotras no teníamos ni la menor idea de lo que hablaba. 
Yo no entendía nada. Hasta que un día me tocó vivirlo. Recuerdo que un hombre llegó a casa; casi seguro que era un circuncisor tradicional itinerante del clan de los herreros. Primero, mi abuela se encerró con mi hermano y le hicieron algo, no sabía qué, pero había sangre y mi hermano se quejaba, tenía la cara desencajada y la mirada aterrada. Luego me tocó a mí. El hombre tenía unas inmensas tijeras en la mano. Mi abuela y otras mujeres me sujetaban. Aquel hombre puso su mano sobre mi sexo y empezó a pellizcarlo, como mi abuela cuando ordeñaba las cabras. "¡Ahí está el kintir!", dijo una de las mujeres que ayudaban en el rito. Entonces las tijeras descendieron entre mis piernas y el hombre cortó mis labios interiores y el clítoris. Lo oí perfectamente. Clack. Como cuando se corta en una carnicería un pedazo de carne. 

El dolor que se experimenta no tiene palabras, me subía por las piernas, no dejaba de aullar, me invadió entera, un dolor imposible de explicar. Pero después de que te han mutilado, después de que notas cómo la sangre te corre por las piernas, me cosieron. Aquel señor tenía una enorme aguja sin punta y con ella remató su faena. La aguja pasaba entre mis labios externos. Yo intentaba defenderme, chillaba, protestaba, la abuela no dejaba de repetirme que sólo era una vez en la vida, que a partir de ahora estaría limpia, que tenía que ser valiente. No acababa nunca la pesadilla. Hasta que aquel hombre cortó el hilo con sus dientes. No recuerdo más de mi propio dolor, pero sí del de mi hermana pequeña; sus chillidos me helaban la sangre. Haweya [quien vivirá una existencia dura y acabará muriendo tras una violación en Nairobi cuando estaba embarazada] luchó tanto, intentó zafarse de tal modo, que al hombre se le escapaba de las manos. Le cortó los muslos y las cicatrices las llevó de por vida.

Hay muchas Ayaan. Muchas Haweya. Miles de niñas mueren durante o después de la ablación, a causa de infecciones. Pero, además de la muerte, esta brutal práctica provoca otras complicaciones que causan inenarrables dolores que pueden llegar a prolongarse durante toda la vida. En Somalia, donde casi todas las niñas están mutiladas, esta práctica se justifica siempre en nombre del islam. Si no son purificadas, serán poseídas por diablos, caerán en el vicio y la perdición, y se prostituirán. Los imanes aconsejan vivamente este rito: mantiene "puras" a las mujeres. 

Por qué abandonó su religión

Sentí que me estaba convirtiendo en una apóstata tras el 11-S. Todas las declaraciones que Osama Bin Laden y su gente citaron del Corán para justificar los atentados, las busqué y estaban allí. Bin Laden citaba verdaderamente las aleyas de nuestro texto sagrado. "¡No es posible!", pensé. Pero lo era, ¡allí estaban! El rechazo fue algo natural. Más tarde leí un libro, un libro que sabía que no me hacía falta leer porque yo ya había roto con Dios: El manifiesto ateo. Antes de llegar a la cuarta página sabía que había echado a Dios de mi vida. Me había vuelto atea. Lo descubrí estando de vacaciones en Grecia, y como no tenía a nadie a quien decírselo, me miré en el espejo y me dije: "No creo en Dios". Hablé muy despacio y en somalí. Y me sentí bien, no experimenté ningún dolor, sino una gran claridad. La perspectiva de abrasarme en el infierno desapareció y mi horizonte se hizo muy amplio. Dios, Satán... Todo era producto de la imaginación. A partir de ese momento iba a pisar con aplomo el suelo bajo mis pies y orientarme a través de la razón y mi amor propio. Mi brújula moral estaba en mi interior, en absoluto en las páginas de un libro sagrado.

Qué piensa del islam

Yo siento que el islam se halla en una crisis verdaderamente terrible en todo el mundo, está llamado a desaparecer. ¿Sabe que el mayor número de muertes en el mundo se producen entre musulmanes? ¿De verdad algún musulmán puede seguir ignorando el choque entre la razón y nuestra religión? Durante siglos nos hemos comportado como si el conocimiento estuviera en el Corán, nos hemos negado a cuestionar nada, nos hemos negado a progresar. Nos hemos ocultado de la razón durante tanto, tanto, tanto tiempo porque éramos incapaces de afrontar la necesidad de integrarla en nuestras creencias. ¿Son los derechos humanos, el progreso, los derechos de la mujer ajenos al islam? Al declarar infalible a nuestro profeta y no permitirnos dudar de él, los musulmanes establecimos una tiranía estática. Hemos fosilizado la perspectiva moral de millones de personas con la mentalidad del desierto árabe propia del siglo VII. No sólo éramos sirvientes fieles de Alá; también sus esclavos. Las sociedades islámicas tienen que enfrentarse a los mismos problemas que la cristiandad antes de la Ilustración. Yo no tengo nada en contra de la religión como fuente de consolación, pero rechazo la religión como forma de vida.

Fuente: elpais.com

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