Este blog rinde honor y alabanza al Dios de nuestra salvación a Jesucristo el Señor.

miércoles, 9 de enero de 2013

Testimonio sobre la oración, de Juan de los Ríos.


La oración tambien es un trabajo del cristiano.



"se arrodillaba tres veces al día, y oraba y daba gracias delante de su Dios, como lo solía hacer antes". Daniel 6:10 

La etapa más difícil de mi vida como cristiano comenzó cuando decidí tomar la oración en serio, cuando tomé la decisión de creer lo que la Palabra de Dios dice acerca de la oración. 

Para ese momento, mi vida cristiana se había transformado en un desierto espiritual: Leía la Palabra de Dios de vez en cuando; iba a la iglesia todos los domingos, y oraba cuando tenía ganas. Curiosamente casi nunca tenía ganas de orar. Mi vida carecía de experiencia con Dios. Tenía conocimiento acerca de Dios, pero no tenía una relación viva con Dios. La Palabra de Dios era algo inalcanzable para mí; no dejaba de impresionarme muchísimo con sus relatos sorprendentes; me causaba admiración y sorpresa; se había transformado en una especie de fata morgana, en una especie de película de ciencia ficción. Me preguntaba si un cristiano de nuestros tiempos podía vivir y experimentar lo que la Biblia enseñaba. Tenía 23 años de edad, pero en Cristo ya no era ningún niño; pues ya hacían 9 años que conocía a Jesucristo.

En medio de mi pobreza espiritual, emergía de mis adentros un deseo fuerte de vivir la Palabra de Dios, de conocer si la Palabra de Dios realmente era una palabra viva. 

Un día me dije en medio de mi miseria espiritual: Ser cristiano no tiene sentido para mí. No solamente me lo dije, sino que fui al Santo de Israel y también se lo comuniqué. Vine ante él y me arrodillé con mucha reverencia. Le dije con mucha sinceridad: "No quiero ser más cristiano. Ser cristiano no tiene sentido para mí. Si ser cristiano es vivir en esta miseria espiritual; entonces no quiero ser más tu hijo". La reacción de Dios no se hizo esperar. Inmediatamente después de haber hablado con Dios sobre mi miseria espiritual, sabía lo que tenía que hacer para que su Palabra dejara de ser algo inalcanzable para mí: Tenía que cambiar mi visión acerca de la oración. Tenía que comenzar a orar. Tenía que arrancar la oración de las garras de mis ganas y mis desganas, para entregarla en las manos de la disciplina, en las manos de la obediencia. Tenía que comenzar a orar con disciplina. 

No tenía bien claro qué era orar con disciplina, pero sabía que este era el camino para enriquecer mi vida espiritual. Después que hablé con mi Creador acerca de mi miseria espiritual, tenía una seguridad en mí como nunca antes la había tenido, de que la oración disciplinada era mi camino para enriquecer mi relación con Dios, para salir de mi pobreza espiritual. 

Sin mucha preparación, comencé a orar cinco minutos todos los días. Nunca jamás me había propuesto semejante meta. Pocas semanas después de mi decisión, no lograba salir de la sorpresa que me causaba lo difícil que era mantener mi disciplina en la oración. 

Tomé la decisión de no permitir más que mis ganas o desganas fueran determinantes en mi relación con Dios. La oración disciplinada se me hacía muy difícil, porque estaba acostumbrado a orar de acuerdo a lo que dictaran mis ganas. Si mis ganas decían sí a la oración; entonces oraba. Si decían no; entonces no oraba. Decidí que, en vez de mis ganas, fuera mi voluntad de obedecer a la Palabra de Dios, lo determinante en mi relación con el Santo de Israel. Así fue como aprendí a orar con ganas o sin ganas. Coloqué mi voluntad de obedecer a Dios por encima de mis estados de ánimos. Tener o no tener ganas, ya no era importante para mí. Buscaba a Dios en oración, independientemente de mi estado de ánimo. La obediencia a la Palabra de Dios se había convertido en lo más importante para mí. 

Ese paso importante en la vida de un creyente, lo entendí pocas semanas después de que comencé a orar disciplinadamente. 

Controlaba el tiempo que le dedicaba a la oración; también vigilaba si estaba cumpliendo con la meta que me había propuesto: orar cinco minutos todos los días; independientemente de si tuviera ganas o no. Las primeras cuatro semanas me costó muchísimo no abandonar mi meta. Después de tres meses de ejercicio espiritual, ya lo lograba con toda facilidad. Noté que mi ser se acostumbró a orar cinco minutos todos los días, y todo ocurrió más rápido de lo que había pensado. 

Después de tres meses de ejercicio espiritual, ya no necesitaba controlar mi tiempo. Todo ocurría con mucha facilidad; lo que me causaba una gran felicidad, pues nunca lo había hecho, nunca había vivido esa experiencia. 

Cada vez que despertaba, antes de ir a la universidad, oraba cinco minutos. Independientemente de mi estado de ánimo. Oraba porque quería obedecer a la Palabra de Dios. Me causó mucha alegría haber pasado por aquella experiencia. 

La consecuencia de mi pequeñita experiencia no se hizo esperar: Después que noté que había alcanzado mi meta, y que podía orar cinco minutos diariamente sin ningún tipo de dificultades, sentí la necesidad de orar diez minutos diarios. 

Así que comencé con mi nuevo ejercicio espiritual, con mi nueva meta: Orar diez minutos todos los días. Noté el mismo efecto y las mismas dificultades que cuando comencé a orar cinco minutos diarios. Simplemente me costaba mucho esfuerzo alcanzar la meta. Soporté esas dificultades dos meses; simplemente me dejé crucificar por ellas durante esos dos meses. No permití que ellas me apartaran de mi nueva meta. Después de dos meses de ejercicio espiritual, desaparecieron las dificultades y el esfuerzo que me costaba orar diez minutos diariamente. Después de cinco meses, podía orar diez minutos diarios sin ningún tipo de problemas. Para ese momento ya había comprendido la dinámica de la obediencia a la Palabra de Dios: La obediencia a la Palabra de Dios hay que ejercitarla para que ella pueda integrarse a la vida del cristiano. 

Después que me acostumbré a orar diez minutos diarios, sentí la necesidad de orar veinte minutos diarios. Me di cuenta que era el Espíritu de Dios quien me estaba guiando; así que decidí dejarme llevar por lo que el Espíritu de Dios estaba produciendo en mí. Esta vez, para alcanzar mi meta de veinte minutos diarios, oraba diez minutos en la mañana y diez minutos en la noche, antes de acostarme. Al comienzo de una nueva meta, controlaba con mucho cuidado el tiempo que le dedicaba a la oración. Después de algún tiempo notaba que la nueva meta se integraba a mi vida, a mi estilo de vida con facilidad. Entonces venía a la oración independientemente de mi estado de ánimo. Después de un año oraba treinta minutos todos los días: diez minutos en la mañana, diez minutos en el mediodía y diez minutos en la noche, antes de acostarme. Vigilaba constantemente no abandonar la costumbre nueva que había adquirido: orar treinta minutos todos los días. 

En mi tiempo de oración, alababa a Dios, el Santo de Israel; intercedía por mi iglesia local, intercedía por los que estaban enfermos, leía la Palabra: sobre todo los Salmos, y hablaba con Dios acerca de la biografía de mi vida. Paralelamente, en mi tiempo libre, leía mucha literatura acerca de los temas que me ocupaban en la oración. 

Notaba que después de acostumbrarme a una nueva meta, siempre aparecía la necesidad de aumentar el tiempo que le dedicaba a la oración. Era la señal que me indicaba que tenía que continuar. Era la señal de partida hacia la próxima meta. El deseo de dedicarle más tiempo a la oración venía de mi corazón. Simplemente llegaba el momento cuando yo sabía que tenía que seguir adelante, alcanzar la próxima meta. Después de tres años, oraba tres horas diarias: una hora en la mañana, una hora en la tarde y una hora antes de acostarme. 

Después que me acostumbré a orar tres horas diarias, mi vida ya no era la misma. Fueron tres años de transformación; durante esos tres años desapareció toda clase de aburrimiento de mi vida. Mi relación personal con Dios, al fin, era viva. La Palabra de Dios se había transformado para mí en una poderosa y hermosa realidad, en otra realidad que no conocía. Era una realidad fantástica, llena de creatividad y de poder. No notaba más la diferencia entre lo que leía en la Palabra y lo que vivía. La pobreza espiritual en la que estaba sumergido era sólo un recuerdo. 

Desde mi pobreza espiritual hasta alcanzar la meta de orar tres horas todos los días, transcurrieron tres años de dolor, de sufrimiento, de transformación, de cambios profundos en mi conducta, de aprendizaje; de abandonar lo viejo, de aceptar lo nuevo. Nunca había derramado tantas lágrimas delante de Dios; nunca me había gozado tanto delante de Dios; nunca había vivido la Palabra de Dios de una forma tan intensiva: los cielos estaban abiertos para mí. Alcanzar la meta de orar tres horas diarias, fue la aventura más grande que jamás se me hubiera ocurrido. 

Fuente: Escuela de oración